Trataba de escuchar los sonidos del silencio. La noche era tan oscura y penetrante que no dejaba que ni una estrella se colara por la rendija de la habitación.
Sólo lograba captar los diminutos suspiros del viento, el monótono tic-tac del reloj, el vaivén de su respiración, el rasgar del papel con su bolígrafo.
Se recargó en la silla seminueva que tenía para sujetar un cuerpo cansado de una vida. Vestía normal, casual y de negro. Su cabello estaba recogido en una cola alta y sus ojos estaban cerrados tratando de pensar qué es lo que necesitaba hacer en ese momento.
Eran casi la 1 de la madrugada. El cuarto estaba a oscuras y sólo una tenue lámpara alumbraba su objetivo. Un taza de café bastaba para mantenerla despierta hasta muy tarde -o muy temprano-, pero tenía ganas de algo más. Encendió un cigarro.
Saboreó lo que le daban. Subió los pies encima del escritorio y se reclinó aún más en la silla seminueva, miraba a su alrededor y todo estaba vacío, como siempre lo estaba para aquella hora de la noche. No había televisión -la distraía-, no había teléfono -lo odiaba-, no había gente -no la necesitaba-.
Se quedó observando la luz que emanaba del aparato. Se quedó ensimismada. Siempre había amado las luces tenues, sutiles, bajas; como esas que se divisan desde una cima al contemplar una ciudad en la noche.
Se sentía tranquila, ecuánime, neutral. No estaba triste, alegre o enfadada. Ya había hecho todo lo que tenía qué hacer y sólo le quedaba disfrutar. No quería dormir, pues la cafeína había hecho bien su trabajo. No quería hacer nada, simplemente estar allí, fumando, sentada, oliendo el café y observando el papel en blanco.
No quiso pensar en nada, se olvidó de sus placeres, de sus dolencias, de sus anhelos y de sus carencias. Quiso estar sola esa madrugada, estar sin la compañía de nadie, esperar a que se haga el mañana para ahora sí, tener que levantarse; esperar a que todo transcurra, a que todo pase. Vivir como siempre había querido, pero sin tener que lamentarse. Errar, pero aprender de los errores. Sufrir, pero olvidarlo después en un bar bebiendo alguna copa en soledad, o acompañada. Se dijo que tal vez mañana esté muy lejos de esa habitación, lejos del aroma de ese café, de ese cigarro que estaba apunto de ser apagado, de esa silla seminueva reclinable y de ese sentir tan pacífico que experimentaba.
No llevaba prisa, no necesitaba nada. Estaba agusto, estaba bien. No pensó en nada más, porque no había nada en qué pensar.
Se levantó, apagó la tenue luz de la lámpara que alumbraba su escritorio, cerró la puerta de la habitación y volvió al mundo real, al exterior...